jueves, 17 de septiembre de 2015

De Terremotos y otras Calamidades



Reformulo algunas ideas que escribí el 2010, después del terremoto de ese año.


Escribo desde la experiencia de una persona que ha vivido toda su vida en el contexto de la fe cristiana. Lo anterior no significa que el lector esté frente a una especie de monje Shaolín en versión cristiana; lo que quiero decir, en realidad, es que escribo conociendo la tensión diaria de tratar de vivir la fe de manera consecuente en medio de una sociedad y una historia que nos resultan hostiles. Para usar las palabras de John Stott, un teólogo anglicano que leíamos los «jóvenes de los ochenta», escribo conociendo la tensión que se produce cuando sabes que «creer, es también pensar».

Muchos han señalado que en los momentos límite de la vida es cuando surgen las preguntas fundamentales que las personas hacemos. Estos momentos son una de las fuentes de la filosofía, pero también lo son de la teología en cuanto reflexión sobre la fe que profesa la iglesia. Mientras que todo ser humano se pregunta por la posibilidad del fin, por el origen o por la razón de ser en este mundo en medio de las calamidades; quienes además son cristianos tienden a preguntarse por el papel que Dios juega en todo esto; ¿Por qué Dios hace o permite tal cosa? ¿Qué clase de Dios es uno que permite (o provoca) semejante catástrofe?

Algunos han dicho que la pregunta por el «por qué», es una de las que siempre quedan sin respuesta de parte de Dios. Yo no pretendo polemizar con los que así piensan, pero me parece que aunque van en la dirección correcta, no logran llegar al meollo del asunto. En todo caso, es cierto que Dios parece guardar silencio cuando se le pide explicaciones sobre su accionar, sobre sus razones, sobre sus pensamientos. Después de todo, ¿no nos ha dicho que sus pensamientos no son nuestros pensamientos?, ¿deberíamos, asumiendo que tenemos la «mente de Cristo», olvidar la distancia cualitativa entre Dios y los hombres? o, ¿Podremos decir que por tener la «mente de Cristo» somos los genuinos intérpretes de Dios y que por eso podemos explicar al detalle su comportamiento? En todas las generaciones algunos cristianos honestos creyeron que Dios podía ser puesto bajo el microscopio y reducido a explicación científica. Pero ya es hora de asumir que tal cosa es imposible; Dios sigue siendo Dios y está lejos de poder ser capturado en una explicación dada por los cristianos en cualquiera de sus versiones.

A pesar de todo, algunos se sienten con la capacidad de interpretar a Dios y sus pensamientos. De tiempo en tiempo surgen catástrofes en la historia humana, la mayoría de las cuales son ocasionadas por la depredación del hombre sobre su prójimo y esto vale también para algunas de las llamadas catástrofes naturales. Frente a estos acontecimientos límite acaecidos en la historia hemos oído las más imaginativas y atrevidas interpretaciones. Recuerdo, por ejemplo, que cuando ocurrió lo del huracán Katrina, que asoló Nueva Orleans en 2005, un «predicador internacional» invitado a una iglesia de Santiago explicó que Dios estaba castigando esa zona por su libertinaje y prácticas asociadas a la «brujería». Recuerdo también que alguien en la sala le preguntó (muy inteligentemente y no sin cierta capciosidad) si, siguiendo la lógica, ahora habría que esperar un terremoto en Washington dada la responsabilidad que le cabría al pueblo estadounidense en la mortandad de gente inocente en Medio Oriente. No recuerdo la respuesta del expositor, pero jamás olvidaré la lección que significó para mí; la persona que no es consciente de sus propias ideologías, terminará interpretando a Dios de tal manera que éste parezca un simple aliado, un respaldo de las teorías propias, y sólo podrá ver el pecado ajeno.

También recuerdo haber oído a algunos cristianos honestos explicar ciertas crisis vividas en Chile como resultado de elegir presidentes de determinado signo político y, se me ocurre que, como la imaginación no tiene límites, no faltará el bien intencionado «heraldo» del Señor que nos diga que tal o cual catástrofe nos viene como castigo por elegir como presidente a una mujer. Otro tanto se dijo sobre el terremoto en Haití, pero el punto ya ha quedado claro.

No quisiera emitir un juicio ético respecto de la intención de estos creyentes que, ingenuamente, piensan que pueden dejar sus ideologías de lado cuando hablan de Dios. Pero sí quisiera decir que, en la búsqueda sincera de la voluntad del Señor han equivocado la pregunta que debe movilizar el pensamiento cristiano en este caso. Propongo que lo que debemos preguntar no es « ¿Por qué Dios nos manda un terremoto?», sino « ¿Cuál es la voluntad de Dios en estas condiciones de catástrofe nacional?». 

El Nuevo Testamento nos invita a discernir la voluntad de Dios en medio de las situaciones históricas que nos toca vivir. Se trata de una experiencia nueva cada día y para cada creyente, que no se puede dejar en manos de algún tipo de caudillo religioso, cualquiera sea el título con el que sea conocido o por muy dotado que parezca. Luego de discernir esa voluntad habrá que optar entre obedecerla o desobedecerla. Parafraseando a Sartre diría que no existe la opción de “no decidir”. Somos llamados a discernir la voluntad de Dios, con temor y temblor, en nuestras propias familias, en nuestras iglesias locales, en nuestro fuero interno, a la luz de la Biblia (que más que nunca debe ser leída como «lámpara a mis pies»). Pero fundamentalmente, somos llamados a llorar con quien llora, a asociarse con los más desfavorecidos de nuestras sociedades injustas, a buscar lo menospreciado del mundo.

Finalmente, la lectura atenta del libro “Job” en nuestras Biblias, seguramente, nos disuadirá de intentar responder rápidamente a la pregunta por el «por qué».  Frente a una sabiduría de la retribución donde al bueno le va bien y al malo le va mal, el libro de Job se levanta como una crítica devastadora: a los justos también les suele ir mal y peor que a los malos. Es decir, no era tan fácil explicar el sufrimiento o la catástrofe; no era tan simple como decir que la catástrofe es juicio de Dios. Las explicaciones que buscan responder al «por qué», como las que dieron los amigos de Job o las que dan algunos de los autoproclamados apóstoles y profetas de la actualidad, normalmente terminan en el error y, finalmente, condenadas por Dios. Y es que no es posible meter a Dios bajo el microscopio y explicarlo; y no se puede ir más allá de lo revelado. Los amigos de Job hubieran hecho mejor si en lugar de intentar explicar el sufrimiento y desarrollar grandes teorías sobre el pecado que justificaría el castigo, hubieran llorado junto a él e intentado calmar el dolor de sus heridas.

Es cierto que la Biblia relata que en alguna ocasión Dios usó la catástrofe natural para corregir el camino de su pueblo, así como también usó la intervención milagrosa para posibilitar un embarazo a una mujer estéril. Pero no se puede deducir de esto que toda catástrofe natural es castigo de Dios, o que toda mujer estéril podrá tener hijos. Sus pensamientos siguen sin ser nuestros pensamientos y es mejor asumirlo desde el comienzo. 

No hay que tener vergüenza de decir que “no sabemos” a los que preguntan por una razón para todo el dolor que sufren muchas personas en Chile en estos días. Pero sí hay que avergonzarse si no podemos discernir, en el sufrimiento de estas personas, una voz de Dios que nos interpele y que provoque en nosotros acciones de misericordia.

sábado, 29 de junio de 2013

¿Dónde escondieron la cámara?




Tenemos que predicar la Biblia y nada más que la Biblia, Génesis cinco y algo, Levítico cuatro y algo, segunda de Pedro algo, dijo el expositor. No hay que dejar que la filosofía o la sociedad nos influencien a la hora de predicar la Biblia, primera a los corintios cinco y algo, segunda a Timoteo tres y algo, dijo. La predicación tiene que hacerse con asertividad, porque las encuestas han mostrado que las iglesias que más crecen son aquellas donde sus líderes son más asertivos. De hecho, el ochenta por ciento de las personas encuestados dice sentirse más cómoda con un predicador que dice las cosas con seguridad que con aquellos que dejan preguntas abiertas. El setentaicinco por ciento de esos mismos encuestados está a favor de que los predicadores usen muchos textos bíblicos en sus exposiciones, afirmó. Ninguno de nosotros pudo descubrir dónde habían ocultado la cámara.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Sobre el concepto "Laico" en la iglesia



Hace algún tiempo, unos hermanos me hicieron ver la incomodidad que experimentaban por la designación de “laico” que se aplicaba a los miembros de la iglesia que no son pastores.  La incomodidad se me traspasó inmediatamente, porque los hermanos que me comentaron esto pertenecen a la Alianza Cristiana y Misionera, denominación a la cual también pertenezco.  Como siempre sucede, mientras me ocupaba de otros asuntos, mi cerebro siguió trabajando en la resolución de este asunto que no cerraba.  Estas notas son la manera de reconciliarme con mi subconsciente (si es que tal cosa existe).
 
Probablemente la primera búsqueda que se hace para entender la palabra “laico” sea la del diccionario.  El Diccionario de la Lengua Española, en su edición veintidós, nos presenta dos acepciones de esta palabra, a saber: 1) que no tiene órdenes clericales; 2) que es independiente de cualquier organización o confesión religiosa (este sería el caso cuando hablamos de un “Estado laico”, o sea, no religioso).  Está claro que la aplicación del término laico en la iglesia no tiene la carga semántica de la segunda acepción que entrega el diccionario.  Esto, sin embargo, lejos de solucionar el problema genera uno mayor, porque levanta la siguiente pregunta: ¿tienen las iglesias evangélicas un clero?  Específicamente, ¿tiene la Alianza Cristiana y Misionera un clero, como para designar como “laicos” a aquellos que no pertenecen a él?
 
La palabra de la que estamos hablando es, en realidad, la palabra griega λαϊκὸς (laikòs), que designa a una persona perteneciente “al pueblo” (λαός), cuando éste puede ser considerado aparte de las autoridades; o a la persona “común” por oposición a una consagrada[1].  Sin embargo, como pasa con todas las palabras, de lo que se trata no es de la palabra en sí, sino del uso que se le da en un contexto determinado.  El primero en usar la palabra “laico” en un escrito cristiano fue Clemente de Roma:  “…porque al sumo sacerdote son dados sus propios ministerios, a los sacerdotes es ordenado el lugar propio y a los levitas les tocan los servicios propios.  El hombre común (λαϊκὸς ἄνθρωπος) ha sido atado a las ordenanzas comunes (λαϊκοῖς προστάγμασιν)” (1Clem 40:5)[2].

Clemente era obispo en Roma y desde ahí dirige esta carta a la iglesia de Corinto por el año 96 d.C[3].  El motivo fue una revuelta ocasionada por unos “jóvenes” que destituyeron de sus cargos a algunos “ancianos” de la congregación.  La carta tenía la intención de restituir en sus cargos a los ancianos solicitando a los jóvenes que se exilien voluntariamente.  Todo el argumento de 1Clem gira en torno a la sucesión ministerial, es decir, a la manera “legítima” de traspasar la autoridad de una generación a otra.  En el caso de la iglesia de Corinto, los “jóvenes” no habrían respetado la designación de estos ancianos, por lo cual Clemente trata de advertirles que la designación de tales gobernantes eclesiásticos se habría hecho de acuerdo al modelo presentado por los apóstoles, y que no corresponde a cualquier miembro de la iglesia cuestionar a estos escogidos.

Con el uso de la palabra “laico”, Clemente quiere marcar la diferencia entre los miembros de la comunidad.  Según Clemente todo en la vida tiene un orden que debe respetarse: la naturaleza, el culto del Antiguo Testamento, la sociedad romana, incluso el ejército y la iglesia.  En este orden eclesial los “comunes” no son los que gobiernan, sino los instituidos según las instrucciones de los apóstoles. Para Clemente este orden es de tipo jerárquico y está establecido por Dios: “Cristo de parte de Dios, los apóstoles de parte de Cristo” (1Clem 42:2), y todo el alboroto de Corinto habría sido producto de la envidia de los “comunes” hacia los designados según el orden de Dios.

Ahora bien, Clemente no conoció el Nuevo Testamento que conocemos hoy, porque en su época aún no estaba completamente claro qué libros quedaban dentro del canon.  Un porcentaje importante de la primera parte de su epístola está compuesto de citas extensas del Antiguo Testamento.  Sus ejemplos de jerarquías surgen, por tanto, de la organización del culto veterotestamentario y, en menor medida, de la organización de la sociedad de su tiempo, incluida la militar.  Pero el cristianismo fue siempre mucho más diverso que el que conoció Clemente, y otros escritos del Nuevo Testamento dan cuenta de ello[4].  De cualquier forma, el término “laico” se introdujo en el lenguaje cristiano para hacer una diferencia entre un grupo de “especiales” y otro de “comunes”.  Es cierto que ciertas tradiciones cristianas han tomado el camino de diferenciar a sus miembros entre un “clero” y un “laicado”, pero no todas lo han hecho así.  De hecho, la iglesia Alianza Cristiana y Misionera no ha tomado este camino.

En el caso particular de las iglesias del movimiento de santidad, con su fuerte énfasis en la acción del Espíritu Santo en cada uno de los creyentes, se ha relativizado fuertemente una separación de este tipo.  La ordenación pastoral no cambia la naturaleza de un miembro de la iglesia, sino que lo designa para el cumplimiento de una terea específica, previo reconocimiento de la comunidad de la posesión del “don” por parte del individuo.   Es decir, no es el nombramiento, sino el reconocimiento de la comunidad lo que legitima al designado en su función, algo muy diferente de lo que reclamaba Clemente, quien pedía que la comunidad se sujete a la designación realizada por los obispos anteriores.

El modelo según el cual las diferentes funciones demandan diferentes privilegios y dignidad, está lejos del espíritu de la Alianza Cristiana y Misionera, así como está lejos del evangelio de Juan, pero muy cerca de 1Clem.  A pesar de esto, probablemente producto del trasfondo católico de nuestras iglesias en América latina, el modelo clementino se ha introducido de manera casi imperceptible en nuestro discurso, y la diferenciación jerárquica entre los miembros aflora de tiempo en tiempo[5].

Este es el punto en el que el comentario que me hicieron los hermanos de los que hablaba al comienzo, me hace mucho sentido.  En efecto, el lenguaje crea realidades.  Mientras la palabra “laico” se siga usando habrá quienes se sientan parte del clero, aunque eso no exista en nuestra iglesia.  Lamentablemente, esta práctica de jerarquizar las relaciones dentro de la iglesia no es poco frecuente. Algunos todavía recordamos cómo el uso del término “pastor asistente” en el contexto de los equipos pastorales, hizo creer a algún “pastor titular” que sus colegas tenían la tarea “asignada por Dios” de “asistirlo” para que él pudiera pastorear a la grey.  Tampoco olvidaremos la predicación de un colega extranjero que decía haber experimentado el “llamado al pastorado titular”, que, según él, era algo distinto del “llamado al pastorado” que todo conocíamos. 

De esta forma, igual como pasó con Clemente, la organización que se hizo necesaria por razones históricas, terminó siendo divinizada y atribuida a la autoridad apostólica.  En el ejemplo que poníamos antes, la organización de un equipo de pastores para servir mejor a la comunidad terminó siendo legitimado con un discurso más cercano a Clemente que a la Biblia.  Lo más destructivo, a mi juicio, es que este modelo jerarquizador se replica en todos los sectores de la iglesia, haciendo que el hermano que antes tocaba la guitarra o el pandero, por poner un ejemplo, terminara convertido en “ministro de alabanza” reclamando que los músicos “comunes” de la iglesia se le sujeten.  Hablar de otros sectores que experimentan la misma transformación en la iglesia es redundante

El lenguaje refleja ciertas realidades, pero también las crea. En este sentido, la negativa a usar el término “laico” que han tomado ciertos hermanos me parece coherente con lo que creemos. Pero esta iniciativa nos obliga también a repensar todo el lenguaje religioso con el que hemos construido nuestra organización eclesiástica.  Este lenguaje viene de los más variados círculos sociales en los que nos movemos.  Así, usamos el término “laico”, que proviene de un entorno católico, o el término “visión” que proviene de un entorno empresarial, aunque rebautizado por el neocarismatismo.  Incluso se oye hablar de iglesias “ABC1”, con lo cual entramos en el lenguaje de la mercadotecnia. Lo peor, sin embargo, no es que usemos el lenguaje que nos rodea, de hecho, esto ya lo hicieron los escritores de la Biblia, sino que con estas palabras se nos metan las ideologías que subyacen a las mismas.  Si de tanto repetir que hay laicos y clérigos, terminamos convencidos de que hay “especiales” y “comunes” en la iglesia; o si de tanto repetir el término visión nos convencemos de que a unos Dios les comunica las cosas directamente y a otros sólo nos habla a través de los visionarios; o si de tanto usar el lenguaje de la mercadotecnia terminamos creyendo que el evangelio puede ser acomodado a sectores sociales como la mercadotecnia acomoda ciertos productos en supermercados para pobres y otros en supermercados para ricos,  entonces probablemente también debiéramos cambiarnos el nombre y dejar de llamarnos iglesia, para llamarnos club privado o algo por el estilo. 

Estoy de acuerdo con los hermanos que plantearon su incomodidad, porque estos conceptos terminan marcando tendencia y las tendencias se hacen tradiciones, y las tradiciones terminan haciéndose reglamentos.  En ese momento, cuando conceptos ambiguos bajan al plano de la ley escrita, quedan disponibles para ser usadas por cualquiera, incluso por aquellos que bajo los signos de la perturbación del pecado, pueden usarlos para segregar a la iglesia entre “especiales” y “comunes”. 

Se impone la necesidad de una reflexión mucho más profunda que la que se puede hacer en una nota como esta, pero por ahora baste con decir como respuesta a mis amigos, que la Alianza Cristiana y Misionera no tiene laicos, porque tampoco tiene clero, y que la organización de la iglesia sólo permite distinguir en términos organizativos (nunca jerárquicos) a hermanos designados en funciones de servicio diferentes (pastores, diáconos, directivos en general, etc.). La división es meramente organizativa, y no implica estatus dentro de la iglesia, aunque sí implica el reconocimiento de dones distintos.  En nuestros días de movimientos apostólicos y neocarismáticos, de amor al poder y abuso del mismo, aclarar esto resulta muy necesario.



[1] Henry George Lidell y Robert Scott, A Greek-English Lexicon, 9a ed., Oxford, Clarendon Press, 1961.  p. 1024.  Original de 1843.
[2] J. B. Lightfoot, The Apostolic Fathers (APF), ed. J. R. Harmer, London, Macmillan, 1898. Traducción propia.
[3] Daniel Ruiz Bueno, "La Doctrina de los Doce Apostoles y Cartas de San Clemente Romano", en Padres Apostólicos Vol. 1, México, Librería Parroquial, 1946; Juan José Ayán Calvo, "Clemente de Roma. Carta a los corintios", en  Juan Félix Bullido (ed., Fuentes Patrísticas, Vol. 4, Madrid, Ciudad Nueva, 1994. 17-155; Philipp Vielhauer, Historia de la Literatura Cristiana Primitiva, Trad. Manuel Olasagasti y otros, 2 ed., Salamanca, España, Sígueme, 2003.
[4] El Evangelio de Juan, a nuestro juicio, representa una estructura eclesiástica diametralmente opuesta a la que conoce Clemente.  No podemos detenernos en esto por ahora.
[5] Hay que especificar que no es cualquier diferenciación la que resulta extraña a nuestras iglesias, sino aquella que produce jerarquización.  Las iglesias que aceptan la vigencia de los dones del Espíritu no pueden aceptar que todos sus miembros son iguales, sino que, por el contrario, tendrían que destacar que son todos distintos, pero lo que aquí criticamos es la idea según la cual esas diferencias dan origen a jerarquías en las que unos estén subordinados a otros.