Hace algún tiempo,
unos hermanos me hicieron ver la incomodidad que experimentaban por la
designación de “laico” que se aplicaba a los miembros de la iglesia que no son
pastores. La incomodidad se me traspasó
inmediatamente, porque los hermanos que me comentaron esto pertenecen a la
Alianza Cristiana y Misionera, denominación a la cual también pertenezco. Como siempre sucede, mientras me ocupaba de
otros asuntos, mi cerebro siguió trabajando en la resolución de este asunto que
no cerraba. Estas notas son la manera de
reconciliarme con mi subconsciente (si es que tal cosa existe).
Probablemente la
primera búsqueda que se hace para entender la palabra “laico” sea la del
diccionario. El Diccionario de la
Lengua Española, en su edición veintidós, nos presenta dos
acepciones de esta palabra, a saber: 1) que no tiene órdenes clericales; 2) que
es independiente de cualquier organización o confesión religiosa (este sería el
caso cuando hablamos de un “Estado laico”, o sea, no religioso). Está claro que la aplicación del término
laico en la iglesia no tiene la carga semántica de la segunda acepción que
entrega el diccionario. Esto, sin
embargo, lejos de solucionar el problema genera uno mayor, porque levanta la
siguiente pregunta: ¿tienen las iglesias evangélicas un clero? Específicamente, ¿tiene la Alianza Cristiana
y Misionera un clero, como para designar como “laicos” a aquellos que no
pertenecen a él?
La palabra de la que estamos hablando es, en realidad, la
palabra griega λαϊκὸς (laikòs),
que designa a una persona perteneciente “al pueblo” (λαός), cuando
éste puede ser considerado aparte de las autoridades; o a la persona “común”
por oposición a una consagrada[1]. Sin embargo, como pasa con todas las palabras,
de lo que se trata no es de la palabra en sí, sino del uso que se le da en un
contexto determinado. El
primero en usar la palabra “laico” en un escrito cristiano fue Clemente de
Roma: “…porque al sumo sacerdote son
dados sus propios ministerios, a los sacerdotes es ordenado el lugar propio y a
los levitas les tocan los servicios propios. El hombre común (λαϊκὸς ἄνθρωπος) ha sido atado a las
ordenanzas comunes (λαϊκοῖς προστάγμασιν)” (1Clem
40:5)[2].
Clemente era obispo en Roma y desde ahí dirige esta carta a la iglesia de Corinto por el año 96 d.C[3]. El motivo fue una revuelta ocasionada por unos “jóvenes” que destituyeron de sus cargos a algunos “ancianos” de la congregación. La carta tenía la intención de restituir en sus cargos a los ancianos solicitando a los jóvenes que se exilien voluntariamente. Todo el argumento de 1Clem gira en torno a la sucesión ministerial, es decir, a la manera “legítima” de traspasar la autoridad de una generación a otra. En el caso de la iglesia de Corinto, los “jóvenes” no habrían respetado la designación de estos ancianos, por lo cual Clemente trata de advertirles que la designación de tales gobernantes eclesiásticos se habría hecho de acuerdo al modelo presentado por los apóstoles, y que no corresponde a cualquier miembro de la iglesia cuestionar a estos escogidos.
Con el uso de la palabra “laico”, Clemente quiere marcar la diferencia entre los miembros de la comunidad. Según Clemente todo en la vida tiene un orden que debe respetarse: la naturaleza, el culto del Antiguo Testamento, la sociedad romana, incluso el ejército y la iglesia. En este orden eclesial los “comunes” no son los que gobiernan, sino los instituidos según las instrucciones de los apóstoles. Para Clemente este orden es de tipo jerárquico y está establecido por Dios: “Cristo de parte de Dios, los apóstoles de parte de Cristo” (1Clem 42:2), y todo el alboroto de Corinto habría sido producto de la envidia de los “comunes” hacia los designados según el orden de Dios.
Ahora bien, Clemente no conoció el Nuevo Testamento que conocemos hoy, porque en su época aún no estaba completamente claro qué libros quedaban dentro del canon. Un porcentaje importante de la primera parte de su epístola está compuesto de citas extensas del Antiguo Testamento. Sus ejemplos de jerarquías surgen, por tanto, de la organización del culto veterotestamentario y, en menor medida, de la organización de la sociedad de su tiempo, incluida la militar. Pero el cristianismo fue siempre mucho más diverso que el que conoció Clemente, y otros escritos del Nuevo Testamento dan cuenta de ello[4]. De cualquier forma, el término “laico” se introdujo en el lenguaje cristiano para hacer una diferencia entre un grupo de “especiales” y otro de “comunes”. Es cierto que ciertas tradiciones cristianas han tomado el camino de diferenciar a sus miembros entre un “clero” y un “laicado”, pero no todas lo han hecho así. De hecho, la iglesia Alianza Cristiana y Misionera no ha tomado este camino.
En el caso particular de las iglesias del movimiento de santidad, con su fuerte énfasis en la acción del Espíritu Santo en cada uno de los creyentes, se ha relativizado fuertemente una separación de este tipo. La ordenación pastoral no cambia la naturaleza de un miembro de la iglesia, sino que lo designa para el cumplimiento de una terea específica, previo reconocimiento de la comunidad de la posesión del “don” por parte del individuo. Es decir, no es el nombramiento, sino el reconocimiento de la comunidad lo que legitima al designado en su función, algo muy diferente de lo que reclamaba Clemente, quien pedía que la comunidad se sujete a la designación realizada por los obispos anteriores.
El modelo según el cual las diferentes funciones demandan diferentes privilegios y dignidad, está lejos del espíritu de la Alianza Cristiana y Misionera, así como está lejos del evangelio de Juan, pero muy cerca de 1Clem. A pesar de esto, probablemente producto del trasfondo católico de nuestras iglesias en América latina, el modelo clementino se ha introducido de manera casi imperceptible en nuestro discurso, y la diferenciación jerárquica entre los miembros aflora de tiempo en tiempo[5].
Este es el punto en el que el comentario que me hicieron los hermanos de los que hablaba al comienzo, me hace mucho sentido. En efecto, el lenguaje crea realidades. Mientras la palabra “laico” se siga usando habrá quienes se sientan parte del clero, aunque eso no exista en nuestra iglesia. Lamentablemente, esta práctica de jerarquizar las relaciones dentro de la iglesia no es poco frecuente. Algunos todavía recordamos cómo el uso del término “pastor asistente” en el contexto de los equipos pastorales, hizo creer a algún “pastor titular” que sus colegas tenían la tarea “asignada por Dios” de “asistirlo” para que él pudiera pastorear a la grey. Tampoco olvidaremos la predicación de un colega extranjero que decía haber experimentado el “llamado al pastorado titular”, que, según él, era algo distinto del “llamado al pastorado” que todo conocíamos.
De esta forma, igual como pasó con Clemente, la organización que se hizo necesaria por razones históricas, terminó siendo divinizada y atribuida a la autoridad apostólica. En el ejemplo que poníamos antes, la organización de un equipo de pastores para servir mejor a la comunidad terminó siendo legitimado con un discurso más cercano a Clemente que a la Biblia. Lo más destructivo, a mi juicio, es que este modelo jerarquizador se replica en todos los sectores de la iglesia, haciendo que el hermano que antes tocaba la guitarra o el pandero, por poner un ejemplo, terminara convertido en “ministro de alabanza” reclamando que los músicos “comunes” de la iglesia se le sujeten. Hablar de otros sectores que experimentan la misma transformación en la iglesia es redundante
El lenguaje refleja ciertas realidades, pero también las crea. En este sentido, la negativa a usar el término “laico” que han tomado ciertos hermanos me parece coherente con lo que creemos. Pero esta iniciativa nos obliga también a repensar todo el lenguaje religioso con el que hemos construido nuestra organización eclesiástica. Este lenguaje viene de los más variados círculos sociales en los que nos movemos. Así, usamos el término “laico”, que proviene de un entorno católico, o el término “visión” que proviene de un entorno empresarial, aunque rebautizado por el neocarismatismo. Incluso se oye hablar de iglesias “ABC1”, con lo cual entramos en el lenguaje de la mercadotecnia. Lo peor, sin embargo, no es que usemos el lenguaje que nos rodea, de hecho, esto ya lo hicieron los escritores de la Biblia, sino que con estas palabras se nos metan las ideologías que subyacen a las mismas. Si de tanto repetir que hay laicos y clérigos, terminamos convencidos de que hay “especiales” y “comunes” en la iglesia; o si de tanto repetir el término visión nos convencemos de que a unos Dios les comunica las cosas directamente y a otros sólo nos habla a través de los visionarios; o si de tanto usar el lenguaje de la mercadotecnia terminamos creyendo que el evangelio puede ser acomodado a sectores sociales como la mercadotecnia acomoda ciertos productos en supermercados para pobres y otros en supermercados para ricos, entonces probablemente también debiéramos cambiarnos el nombre y dejar de llamarnos iglesia, para llamarnos club privado o algo por el estilo.
Estoy de acuerdo con los hermanos que plantearon su incomodidad, porque estos conceptos terminan marcando tendencia y las tendencias se hacen tradiciones, y las tradiciones terminan haciéndose reglamentos. En ese momento, cuando conceptos ambiguos bajan al plano de la ley escrita, quedan disponibles para ser usadas por cualquiera, incluso por aquellos que bajo los signos de la perturbación del pecado, pueden usarlos para segregar a la iglesia entre “especiales” y “comunes”.
Se impone la necesidad de una reflexión mucho más profunda que la que se puede hacer en una nota como esta, pero por ahora baste con decir como respuesta a mis amigos, que la Alianza Cristiana y Misionera no tiene laicos, porque tampoco tiene clero, y que la organización de la iglesia sólo permite distinguir en términos organizativos (nunca jerárquicos) a hermanos designados en funciones de servicio diferentes (pastores, diáconos, directivos en general, etc.). La división es meramente organizativa, y no implica estatus dentro de la iglesia, aunque sí implica el reconocimiento de dones distintos. En nuestros días de movimientos apostólicos y neocarismáticos, de amor al poder y abuso del mismo, aclarar esto resulta muy necesario.
Clemente era obispo en Roma y desde ahí dirige esta carta a la iglesia de Corinto por el año 96 d.C[3]. El motivo fue una revuelta ocasionada por unos “jóvenes” que destituyeron de sus cargos a algunos “ancianos” de la congregación. La carta tenía la intención de restituir en sus cargos a los ancianos solicitando a los jóvenes que se exilien voluntariamente. Todo el argumento de 1Clem gira en torno a la sucesión ministerial, es decir, a la manera “legítima” de traspasar la autoridad de una generación a otra. En el caso de la iglesia de Corinto, los “jóvenes” no habrían respetado la designación de estos ancianos, por lo cual Clemente trata de advertirles que la designación de tales gobernantes eclesiásticos se habría hecho de acuerdo al modelo presentado por los apóstoles, y que no corresponde a cualquier miembro de la iglesia cuestionar a estos escogidos.
Con el uso de la palabra “laico”, Clemente quiere marcar la diferencia entre los miembros de la comunidad. Según Clemente todo en la vida tiene un orden que debe respetarse: la naturaleza, el culto del Antiguo Testamento, la sociedad romana, incluso el ejército y la iglesia. En este orden eclesial los “comunes” no son los que gobiernan, sino los instituidos según las instrucciones de los apóstoles. Para Clemente este orden es de tipo jerárquico y está establecido por Dios: “Cristo de parte de Dios, los apóstoles de parte de Cristo” (1Clem 42:2), y todo el alboroto de Corinto habría sido producto de la envidia de los “comunes” hacia los designados según el orden de Dios.
Ahora bien, Clemente no conoció el Nuevo Testamento que conocemos hoy, porque en su época aún no estaba completamente claro qué libros quedaban dentro del canon. Un porcentaje importante de la primera parte de su epístola está compuesto de citas extensas del Antiguo Testamento. Sus ejemplos de jerarquías surgen, por tanto, de la organización del culto veterotestamentario y, en menor medida, de la organización de la sociedad de su tiempo, incluida la militar. Pero el cristianismo fue siempre mucho más diverso que el que conoció Clemente, y otros escritos del Nuevo Testamento dan cuenta de ello[4]. De cualquier forma, el término “laico” se introdujo en el lenguaje cristiano para hacer una diferencia entre un grupo de “especiales” y otro de “comunes”. Es cierto que ciertas tradiciones cristianas han tomado el camino de diferenciar a sus miembros entre un “clero” y un “laicado”, pero no todas lo han hecho así. De hecho, la iglesia Alianza Cristiana y Misionera no ha tomado este camino.
En el caso particular de las iglesias del movimiento de santidad, con su fuerte énfasis en la acción del Espíritu Santo en cada uno de los creyentes, se ha relativizado fuertemente una separación de este tipo. La ordenación pastoral no cambia la naturaleza de un miembro de la iglesia, sino que lo designa para el cumplimiento de una terea específica, previo reconocimiento de la comunidad de la posesión del “don” por parte del individuo. Es decir, no es el nombramiento, sino el reconocimiento de la comunidad lo que legitima al designado en su función, algo muy diferente de lo que reclamaba Clemente, quien pedía que la comunidad se sujete a la designación realizada por los obispos anteriores.
El modelo según el cual las diferentes funciones demandan diferentes privilegios y dignidad, está lejos del espíritu de la Alianza Cristiana y Misionera, así como está lejos del evangelio de Juan, pero muy cerca de 1Clem. A pesar de esto, probablemente producto del trasfondo católico de nuestras iglesias en América latina, el modelo clementino se ha introducido de manera casi imperceptible en nuestro discurso, y la diferenciación jerárquica entre los miembros aflora de tiempo en tiempo[5].
Este es el punto en el que el comentario que me hicieron los hermanos de los que hablaba al comienzo, me hace mucho sentido. En efecto, el lenguaje crea realidades. Mientras la palabra “laico” se siga usando habrá quienes se sientan parte del clero, aunque eso no exista en nuestra iglesia. Lamentablemente, esta práctica de jerarquizar las relaciones dentro de la iglesia no es poco frecuente. Algunos todavía recordamos cómo el uso del término “pastor asistente” en el contexto de los equipos pastorales, hizo creer a algún “pastor titular” que sus colegas tenían la tarea “asignada por Dios” de “asistirlo” para que él pudiera pastorear a la grey. Tampoco olvidaremos la predicación de un colega extranjero que decía haber experimentado el “llamado al pastorado titular”, que, según él, era algo distinto del “llamado al pastorado” que todo conocíamos.
De esta forma, igual como pasó con Clemente, la organización que se hizo necesaria por razones históricas, terminó siendo divinizada y atribuida a la autoridad apostólica. En el ejemplo que poníamos antes, la organización de un equipo de pastores para servir mejor a la comunidad terminó siendo legitimado con un discurso más cercano a Clemente que a la Biblia. Lo más destructivo, a mi juicio, es que este modelo jerarquizador se replica en todos los sectores de la iglesia, haciendo que el hermano que antes tocaba la guitarra o el pandero, por poner un ejemplo, terminara convertido en “ministro de alabanza” reclamando que los músicos “comunes” de la iglesia se le sujeten. Hablar de otros sectores que experimentan la misma transformación en la iglesia es redundante
El lenguaje refleja ciertas realidades, pero también las crea. En este sentido, la negativa a usar el término “laico” que han tomado ciertos hermanos me parece coherente con lo que creemos. Pero esta iniciativa nos obliga también a repensar todo el lenguaje religioso con el que hemos construido nuestra organización eclesiástica. Este lenguaje viene de los más variados círculos sociales en los que nos movemos. Así, usamos el término “laico”, que proviene de un entorno católico, o el término “visión” que proviene de un entorno empresarial, aunque rebautizado por el neocarismatismo. Incluso se oye hablar de iglesias “ABC1”, con lo cual entramos en el lenguaje de la mercadotecnia. Lo peor, sin embargo, no es que usemos el lenguaje que nos rodea, de hecho, esto ya lo hicieron los escritores de la Biblia, sino que con estas palabras se nos metan las ideologías que subyacen a las mismas. Si de tanto repetir que hay laicos y clérigos, terminamos convencidos de que hay “especiales” y “comunes” en la iglesia; o si de tanto repetir el término visión nos convencemos de que a unos Dios les comunica las cosas directamente y a otros sólo nos habla a través de los visionarios; o si de tanto usar el lenguaje de la mercadotecnia terminamos creyendo que el evangelio puede ser acomodado a sectores sociales como la mercadotecnia acomoda ciertos productos en supermercados para pobres y otros en supermercados para ricos, entonces probablemente también debiéramos cambiarnos el nombre y dejar de llamarnos iglesia, para llamarnos club privado o algo por el estilo.
Estoy de acuerdo con los hermanos que plantearon su incomodidad, porque estos conceptos terminan marcando tendencia y las tendencias se hacen tradiciones, y las tradiciones terminan haciéndose reglamentos. En ese momento, cuando conceptos ambiguos bajan al plano de la ley escrita, quedan disponibles para ser usadas por cualquiera, incluso por aquellos que bajo los signos de la perturbación del pecado, pueden usarlos para segregar a la iglesia entre “especiales” y “comunes”.
Se impone la necesidad de una reflexión mucho más profunda que la que se puede hacer en una nota como esta, pero por ahora baste con decir como respuesta a mis amigos, que la Alianza Cristiana y Misionera no tiene laicos, porque tampoco tiene clero, y que la organización de la iglesia sólo permite distinguir en términos organizativos (nunca jerárquicos) a hermanos designados en funciones de servicio diferentes (pastores, diáconos, directivos en general, etc.). La división es meramente organizativa, y no implica estatus dentro de la iglesia, aunque sí implica el reconocimiento de dones distintos. En nuestros días de movimientos apostólicos y neocarismáticos, de amor al poder y abuso del mismo, aclarar esto resulta muy necesario.
[1] Henry George Lidell y Robert Scott, A Greek-English Lexicon, 9a ed., Oxford,
Clarendon Press, 1961. p. 1024. Original de 1843.
[2] J. B. Lightfoot, The
Apostolic Fathers (APF), ed. J. R. Harmer, London, Macmillan, 1898. Traducción propia.
[3] Daniel Ruiz Bueno, "La Doctrina de los Doce
Apostoles y Cartas de San Clemente Romano", en Padres Apostólicos Vol. 1, México, Librería Parroquial, 1946; Juan
José Ayán Calvo, "Clemente de Roma. Carta a los corintios", en Juan Félix Bullido (ed., Fuentes Patrísticas, Vol. 4, Madrid, Ciudad Nueva, 1994. 17-155;
Philipp Vielhauer, Historia de la
Literatura Cristiana Primitiva, Trad. Manuel Olasagasti y otros, 2 ed.,
Salamanca, España, Sígueme, 2003.
[4] El Evangelio de Juan, a nuestro juicio, representa una estructura
eclesiástica diametralmente opuesta a la que conoce Clemente. No podemos detenernos en esto por ahora.
[5] Hay que
especificar que no es cualquier diferenciación la que resulta extraña a
nuestras iglesias, sino aquella que produce jerarquización. Las iglesias que aceptan la vigencia de los
dones del Espíritu no pueden aceptar que todos sus miembros son iguales, sino
que, por el contrario, tendrían que destacar que son todos distintos, pero lo
que aquí criticamos es la idea según la cual esas diferencias dan origen a
jerarquías en las que unos estén subordinados a otros.
Gracias por el comentario, sólo agregaría por ahora, que a veces los reglamentos...se hacen Palabra de Dios...y que somos un cuerpo con distintas funciones, pero con una sola cabeza o autoridad, Cristo Jesús. Que bueno sería compartirlo más ampliamente.Un abrazo amigo.
ResponderEliminarMe gustó la aclaración. Creo que puede traer paz a muchos que en algún momento se deben haber sentido discriminados.
ResponderEliminarUn abrazo..
pd: estamos en la cuenta regresiva???
Sí, en la cuenta regresiva...
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